El cuento de la doncella o El cuento de nunca acabar

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Cuando Margaret Atwood escribió The handmaid’s tale en 1985, tal vez soñara con la longevidad de su obra o tal vez temiera que algún día se convirtiera su relato en una cuestión de rabiosa actualidad -en Occidente, ya que me temo que en países como Arabia Saudí, Sudán, Etiopía y un largo etcétera, con otros ropajes y con o sin golpes de Estado, hace muchos años que las mujeres son propiedad de celosos varones que las envuelven en claustrofóbicas vestimentas y son objetos de violentas fecundaciones-. Probablemente en lo que a ella atañe, no sea ni una cosa ni la otra, en lo que a su obra concierne, la rabiosa actualidad se la da, no tanto que la productora de la reciente serie sea potente, como el fluir de ese reguero que se va extendiendo entre las clases afortunadas cual si de un derecho inalienable se tratase: ser padres o madres a través de un vientre ajeno, eso sí pagando. Ya en 1990 Volker Schlöndorff rodó una buena película y ahora, que las cosas no pintan de rosa para muchas mujeres, ha sido recuperado en una estupenda y cuidada versión, que llegará más allá de la novela de Atwood.

Otra distopía -insisto, no tanto, si acaso para una parte de Europa y Norteamérica- que centra el foco en la situación de la mujer. En cuanto a la traducción, ciertamente este asunto siempre da para discutir o, mejor, intercambiar opiniones. Me parece desacertado traducir handmaid como criada, teniendo como tiene, además de reminiscencias bíblicas, dos componentes como hand en el sentido de tener algo a mano, y maid, virgen, por lo que resulta más apropiado doncella que, aunque por separado, asume los dos significados, si bien sierva describe a la perfección la situación de este grupo social gileano.

El nuevo mundo es una república, se llama Gilead y se sitúa en los Estados Unidos. En Gilead, Jacob, que huía a hurtadillas de la casa de su suegro y tío por consejo de Yahvé rumbo a la tierra prometida, selló un pacto con su pariente que lo perseguía furioso, mas ya amansado en sueños por el Señor, y lo hizo construyendo un montículo de piedras, que es lo que, etimológicamente significa Gilead: monte del testimonio -en realidad no es tan simple, pero resumiendo viene a ser así, teniendo la raíz primera la connotación de celebración que es lo que hacen levantando el montón de pedruscos que dan fe del acuerdo-. Además, el bálsamo de Gilead, según el profeta Jeremías, era tan potente que servía para curar a naciones enteras. Sin contar que fue Jacob, el de la escalera al cielo, quien concibió con la esclava, no de una, sino de sus dos esposas y hermanas entre sí, Raquel y Lea, quienes luego a su vez -milagrosamente Raquel- concibieron sus propios hijos -José, sus once hermanos y su hermana Dinah, de la que sabemos que fue concebida hembra por no humillar más Lea a su hermana Raquel con tanta prole masculina y que, para castigar Dios a su padre, fue violada por un vecino, príncipe incircunciso, y pretexto de una de esas carnicerías propias del antiguo testamento, una barbaridad-. Las bases de la nueva sociedad así como de la ceremonia de fecundación tienen pues profundas y antiguas raíces incluso en el nombre, nada por lo tanto es irreflexivo en este planteamiento de futuro puritano, machista y reaccionario (ciertamente lo de puritano ya implica los otros dos términos). Las mujeres destinadas al oficio de procrear pierden su nombre -nunca sabremos (hasta la serie en la que Atwood es asesora) el nombre real de la protagonista- y pasan a tomar el de su follador o, seamos víctimas de las hipócritas metonimias de lo políticamente correcto, el de su inseminador, así a una incubadora humana de nombre Defred la sustituye otra de nombre Defred, porque un útil es un útil, tiene su propietario y qué más da éste que otro si sirve para lo mismo. La mujer está prohibida, el sexo no existe. Excepto… Toda la visión del porvenir del cuento, bebía y puede seguir bebiendo del presente, no sólo en lo que a las mujeres se refiere, la debacle ecológica por la que descendemos es uno de los motivos que conducen a Gilead y justifican drásticas medidas, la dependencia de los bancos -¡ah, el dinero de plástico!- facilita la exclusión, etc., si bien todo acaba relacionándose y encadenándose. La novela se compone de 15 partes, las impares que corresponden a La noche -bueno, la quinta no es la noche, pero es La siesta, momento de soledad igualmente-, las pares –La compra, La sala de espera, La familia, Los pergaminos espirituales, Jezabel…- y un epílogo que lleva por título Notas históricas sobre “El cuento de la doncella” que nos resitúa y de qué manera, ya que la voz, el tono, el ámbito en el que se desarrolla dan un quiebro a todo lo que acabamos de leer, al pasado, al presente, al futuro…

Margaret Atwood empezó publicando poesía, como tantos y tantas escritores (Faulkner, Nabokov, Morante, etc.) y eso se nota. Al tiempo que el pasado y el presente de Gilead y protagonista avanzan, la prosa dura de los hechos se mece con unos párrafos hermosos, feraces en significados y, al mismo tiempo, precisos en sus descripciones y absoluto reflejo de un paisaje interior y exterior. Y termino con uno largo y hermoso, plástico y seductor. Es ella quien escribe, dentro de su saya roja y entre las paredes blancas en un día de verano:

Además teníamos los lirios, que crecen hermosos y frescos sobre sus largos tallos, como vidrio soplado, como una acuarela momentáneamente congelada en una mancha, azul claro, malva claro, y los más oscuros, aterciopelados y purpúreos, como las orejas de un gato negro iluminadas por el sol, una sombra añil, y los del centro sangriento, de formas tan femeninas que resultaba sorprendente que una vez arrancados duraran. Hay algo subversivo en el jardín de Serena, una sensación de cosas enterradas que estallan hacia arriba, mudamente, bajo la luz, como si señalaran y dijeran: Aquello que sea silenciado, clamará para ser oído, aunque silenciosamente. Un jardín de Tennyson, impregnado de aroma, lánguido; el retorno de la palabra desvanecimiento. La luz del sol se derrama sobre él, es verdad, pero el calor brota de las flores mismas, se puede sentir: es como sostener la mano un centímetro por encima de un brazo o de un hombro. Emite calor, y también lo recibe. Atravesar en un día como hoy este jardín de peonías, de claveles, de clavelinas, me hace dar vueltas a la cabeza.

El sauce luce un follaje abundante y deja oír su insinuante susurro. «Cita», dice, «terrazas»; los silbidos recorren mi columna, como un escalofrío producido por la fiebre. El vestido de verano me roza la piel de los muslos, la hierba crece bajo mis pies y por el rabillo del ojo veo que algo se mueve en las ramas; plumas, un revoloteo, graciosos sonidos, el árbol dentro del pájaro, la metamorfosis se desboca. Es posible que existan diosas, y el aire queda impregnado de deseo. Incluso los ladrillos de la casa se ablandan y se vuelven táctiles; si me apoyo contra ellos, quedarán calientes y flexibles. Es sorprendente lo que puede lograr una negación. ¿Acaso el hecho de ver mi tobillo, ayer, en el puesto de control, cuando dejé caer mi pase para que él lo cogiera, hizo que se mareara y se desvaneciera? Nada de pañuelos ni abanicos, uso lo que tengo a mano.

El invierno no es tan peligroso. Necesito la insensibilidad, el frío, la rigidez; no esta pesadez, como si yo fuera un melón sobre un tallo, esta madurez líquida.

Quedan muchas cosas en el tintero porque Margaret Atwood lo cuida todo y creo que yo, en realidad, lo que quería era copiar el párrafo anterior. La explosión de lo proscrito.

No dejen de leerla.